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Las puertas del infierno
Javi Navas
EL brutal dolor llegó de repente. Arturo gritó en silencio, pues ya no tenía cuerdas vocales ni pulmones que expulsasen el inexistente aire. Jamás habría creído que se pudiese alcanzar tal nivel de sufrimiento.
Su conciencia era absoluta, sabía que no tendría el consuelo de perder el sentido. Acababa de caer en aquel torbellino de tormento, y su alma se enterró entre millones de otras que aullaban y bullían, desesperadas por escapar.
Fue empujado hacia el interior del océano de condenados. Multitud de seres lo arrastraban al fondo, adonde ninguno quería ir y de donde todos huían.
El miedo cobró una nueva dimensión cuando se vio aplastado, pero el dolor y la confusión no le permitieron reaccionar en modo alguno.
Tampoco tenía ojos y eso no le impedía ver en todas las direcciones. Sus oídos eran igualmente etéreos; era todo su ser el que escuchaba aquel bramido continuo, procedente de infinidad de voces que, como la suya, no se interrumpían jamás.
Arturo sabía que ya no necesitaba respirar, pero se asfixiaba y trató de hallar un hueco por el que tomar oxígeno; garras espirituales rasgaron su alma y le hundieron más.
Cuanto más descendía, mayor era la presión que le estrujaba. Los gritos se clavaban en su mente, le impedían pensar y los latigazos de dolor se multiplicaron por mil.
Entonces, con una sensación de desgarro, su esencia se mezcló con la de los demás. El impacto fue inmediato y atroz. Multitud de imágenes le asaltaron: asesinatos, mutilaciones, torturas… Sintió el dolor y la culpa de cada uno de los condenados, y el pánico y el padecimiento de las víctimas.
Un espíritu lo atravesó en su inútil intento por escapar; era el alma más negra de cuantas se había encontrado. Arturo creyó enloquecer al recibir la experiencia vital de aquel monstruo.
Estaba desnudo ante la inmensidad de ese infierno, su vida, sus ideas, sus emociones, sus miedos y sus alegrías…, todo estaba expuesto. Compartió su propio dolor con quienes le rodeaban, pero lejos de ayudarle a soportarlo, esto sirvió para incrementar el sufrimiento global.
Era tal la cantidad de información que recibía ―imágenes y emociones―, que empezó a sentir una brutal presión interior. Su cuerpo espiritual quería estallar y solo la compresión a que estaba siendo sometido parecía ser capaz de mantenerle íntegro.
Trató de animarse con la idea de que aquello no podía durar, ¡era imposible! Si había caído en el infierno, era mucho peor de lo que se había imaginado.
Se rindió y dejó de luchar, con la esperanza de morir definitivamente y desaparecer en la nada.
Se equivocó: cuanto más se hundía, mayor dolor recibía. Su mente siempre estaba a punto de colapsar, sin conseguirlo jamás.
Entonces llegó el verdadero tormento.
Un mordisco le arrancó parte de su espíritu. Primero sintió sorpresa e incredulidad: «No puede ser. No tenemos dientes. Ni siquiera tenemos boca», pensó. Milésimas de segundo después, un zarpazo le partió en dos. Ya no dudó ni razonó. Solo pudo aullar con su mente.
Cada uno de los fragmentos se alejó en una dirección. Arturo percibía el dolor de cada uno de ellos, a lo que se unió la desesperación de saber que seguiría vivo, desgajado y desperdigado. Se volvió loco. Su visión espiritual le permitió descubrir unas mandíbulas de afilados colmillos que le destrozaron aún más; la tortura se volvió insoportable.
Su terror se convirtió en rabia y esta dio paso a la ira. Arturo estaba en multitud de lugares a la vez, en cada uno de los pedazos en que su cuerpo etéreo había sido descuartizado. Todas las partes desgajadas eran conscientes de su dolor, por separado y del de todas a la vez.
Se decidió por una, la más grande, y concentró su mente en ella. Creó una monstruosa boca y desgarró a cuantos entes le rodeaban, con violencia y desesperación. El dolor de sus víctimas le embargó también a él.
Pero, en su precipitación, se tragó los bocados que asestaba en lugar de escupirlos, como habían hecho con él. Al percatarse se horrorizó, más enseguida notó tanto alivio como terror estaba provocando.
«Me recarga, me ayuda a soportar el dolor…, a cambio de infligirlo yo», pensó.
Se encontró con una sorpresa inesperada: todos los conocimientos, las experiencias y vivencias de los individuos que devoraba pasaban a ser de su propiedad; sus miedos y alegrías, las penas, los éxitos y fracasos…
No pudo contenerse, solo deseaba dejar de sufrir, sin importar ninguna otra cosa. Mordió y devoró almas enteras y cada vez se sentía mejor.
Se abrió paso a dentelladas. Su fuerza se incrementó. Encontró el primero de sus pedazos y, tras un momento de duda, se lo comió. Sufrió el dolor de cada mordisco y el espanto y el tormento de ser engullido por sí mismo. Se obligó a continuar, y cuando terminó se supo más completo, más capaz. Emitió un aullido de victoria y se lanzó a por el siguiente pedazo de su cuerpo espiritual, al que llego sembrando la destrucción.
Tardó una eternidad en recomponerse.
Ahora, todos trataban de huir de él, pero solo conseguían apretujarse más.
Todavía sentía el dolor, tan intenso como al principio, pero en su nuevo estado era capaz de soportarlo.
«Ya sé de dónde vienen los demonios», pensó, observándose a sí mismo.
De nuevo se confundió. Por suerte para él, aún no se había encontrado con ninguno.
Pero en aquel lugar no existía la suerte. Le llevó mucho tiempo descubrir que tan solo se hallaba a las puertas del infierno.
Todavía no había conocido el verdadero terror.
FIN
Este relato es una adaptación del primer capítulo de la novela "Mundo de Monstruos. Vol. 3. Invasión de demonios". Proyecto en el que estoy trabajando actualmente. He cambiado el nombre del protagonista para no anticipar nada.